La práctica de Eduardo Berliner (1978) se desparrama como una mancha urbana a través de distintos materiales, soportes y técnicas. Esta vocación creativa interminable y frenética se desprende de forma natural de la vida y el cuerpo de Berliner. Su constante trajinar por Río de Janeiro y la necesidad de satisfacer la mirada son lo que marca su ritmo creativo y posibilita la sucesión de las serendipias que caracterizan su trabajo.
De esta manera, sus pinturas se desdoblan a través de una composición anterior y ulterior hecha de distintos materiales. La interacción de los pigmentos con esta diversidad de soportes, la reacción distinta que cada material tiene al pigmento, perfila la composición y la escala de cada pieza. Estas pistas son también lo que el ojo necesita para iniciar el proceso creativo. El desciframiento de estas manchas, marcas y veladuras aleja al artista del capricho y lo conduce hacia la revelación.
La revelación en el día a día, en los detritus, en el lienzo o el papel es fundamental en todas las piezas de Berliner. De alguna manera es él el conducto por el cual se revelan las imágenes no sólo a su siempre hambriento ojo, sino a nosotros. Esta revelación o concatenación de revelaciones hermanan las piezas: los grupos o conjuntos posibles no los hace el artista o el curador sino la obra misma.
El artista como liberador de la materia es un tema ya visitado repetidamente. Y si, Berliner permite que el material se revele ante nosotros. Sin embargo, el aquelarre que realmente toma forma ante nuestros ojos es aquel que ocurre entre la mirada, la memoria y el subconsciente del creador. Sus obras de arte son fragmentos de aquella gran, inconclusa e infinita obra interior con la cual Eduardo Berliner va y viene: de Lapa a Flamengo; del pasado al futuro; del ojo al objeto y de regreso; siguiendo la pauta que la materialidad marca.
